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Vie, Abr

Violencia emocional

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Es habitual que las mujeres devenidas madres, sintamos que los bebes son demasiado demandantes. El nivel de requerimiento constante del bebe nos supera, más allá de nuestras buenas intenciones para acunarlo, sostenerlo, amamantarlo, alimentarlo y lograr que se duerma. Pocos días después del parto, esperamos alguna solución que nos devuelva una porción de libertad. Nos debatimos entre responder a las demandas que son permanentes y casi sin respiro, o dejarlo que llore un rato, porque -según las opiniones de todo el entorno- el bebé se va a mal acostumbrar.

 

Luego -ante la evidencia de que no logramos calmarlo- nos formulamos esa misma pregunta: ¿Y si el bebé es el culpable de todos nuestros males? Y si –incluso haciendo todo bien- el bebé no entra en razones? ¿Debemos continuar atendiéndolo sin límites? Por otra parte, si respondemos a sus demandas ¿Acaso no será verdad que se va a mal acostumbrar, criando un niño caprichoso?

Es evidente que estas reflexiones compartidas por la mayoría de los adultos, se basa en una mitología arraigada del patriarcado, sosteniendo la lógica de nuestra civilización desde hace unos cuantos milenios. Ese hilo conductor gravita en la dominación del fuerte sobre el débil. Claramente, en el sometimiento del adulto hacia el niño pequeño, hasta que ese niño se convierta en adulto y la rueda de la subordinación siga girando.

Esos son los motivos por los cuales -aunque las mujeres deseamos incorporar ideas inteligentes y rebelarnos contra las reglas establecidas- mantenemos una sensación básica que persiste en nuestras entrañas, que nos avisa que el bebé nos va a dominar. A esta altura de nuestras vidas y habiendo sobrevivido al rigor de nuestras madres, entablaremos una lucha inconsciente para no dejarnos expropiar, defendiendo lo más preciado: nuestros impostergables deseos.

Aunque resulte extraño nombrarlo, las mujeres -junto a todos los individuos que nos acompañan- entramos en guerra contra el bebé y sus misteriosos deseos independientes de los nuestros. Suponemos que si el deseo del bebé se pone de manifiesto, automáticamente irá en detrimento de nuestro propio deseo. Esta batalla entre adultos y niños la ganamos en primera instancia los adultos, por la obvia condición de ser grandes.

Una vez establecida la manera vincular -como en toda guerra- empezarán las estrategias para ganar territorio. El niño necesitará cada vez más desesperadamente satisfacer sus necesidades básicas y recurrirá a todo tipo de habilidades para sobrevivir física y emocionalmente. Posiblemente apele en primera instancia a su cuerpo, debilitándolo y manifestando enfermedades varias.

Las madres nos ocuparemos de llevarlo al médico, cuidarlo, proporcionarle los medicamentos y -al mismo tiempo- nos sentiremos prisioneras de las demandas que se acrecientan cuando un niño está enfermo. Ergo, cuando el niño sane, necesitaremos retomar nuestra libertad y lucharemos para ganar un poco de espacio propio. La guerra por el deseo personal continuará cada vez con más fuerza. Cuando el niño demande algo que los adultos no comprendamos o no toleremos, contaremos con una artillería de opiniones psicológicas, filosóficas o médicas que avalarán que nosotros -los adultos- tenemos razón.

Cualquier pedido que el niño manifieste, nos resultará inmenso si las madres no toleramos incorporar un deseo diferente del propio. O si no soportamos la integración y la convivencia de dos deseos.

Les cuento que estamos hablando de violencia emocional. Aunque el término nos parezca exagerado y supongamos que la violencia solo se ve en la televisión o se lee en las noticias policiales de los diarios, la violencia -como fenómeno individual y colectivo- es la imposibilidad de que convivan dos deseos en un mismo campo emocional.