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Jue, Mar

Aventuras y desventuras de mi amiga perdida en un sex shop

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 No hay nada más divertido que la charla entre mujeres, siempre encontramos motivos para reirnos de nosotras mismas. Lo mejor es FACE to FACE y tete a tete, pero si no, con los teléfonos y el msn, alcanza. Y las amigas solemos llamarnos, desde lugares insólitos.  Pero el premio se lo llevó mi curiosa amiga menor que me llamó desde un sex shop. 

 

Y empezó el diálogo, ¿a qué no sabes dónde estoy?  Conociéndola lo curiosa y enamoradiza que es, preferí no especular y dejé que ella misma me lo contara.  Se ahogó entre risitas y me la imaginé colorada como un tomate pero sí… estaba en un sex shop.

Pero confieso, que la visita y el llamado de mi amiga me dejó muda. Pero de admiración y de envidia. Todavía recuerdo mi última visita/excursión a uno. 

Pasaba siempre de casualidad y apurada porque era un trayecto obligado camino a mi trabajo.  Pero nunca me olvidaba de revolear una miradita para ese lugar oscuro y de un cartel rojo palpitante que enunciaba, como si hiciera falta, “sex shop”. 

Tampoco olvidaba la renovada promesa a mí misma, con falluta convicción: voy a entrar. Y que murmuren lo que quieran. Después de todo soy una mujer moderna, y sola. El que tenga algo que decir que tire la primera piedra, pero por las dudas, a sabiendas de la perversidad de las chusmas del barrio, la vez que entré, antes de hacerlo miré a ambos lados y me puse anteojos negros. 

Traspuse el umbral, rezando porque ningún solícito vendedor se acercara a ofrecerme nada.

Así que, a medida que miraba, me iba entusiasmando más.  No lo podía creer, tanta represión me empezaba a hacer creer que en dos minutos me estaba convirtiendo en una depravada sexual. 

Obviamente apagué el celular, no quería que nadie interrumpiera mi visita. No alcancé a preguntar nada de nada y muchísimo menos llegué al punto de que el vendedor me ofrezca algo. Para colmo de males en pleno horario laboral no había ningún otro mortal que no fuera yo.  Así que si se iba a dirigir a alguien, era a mí.  

Apenas vi un sutil movimiento de él, que traducido podría ser que se levantaría de la silla, no esperé a dilucidar si iba a dirigirse a mí, al baño o iba a hacerse café, lisa y llanamente, huí.  Pero mi amiga se quedó, se bancó con hidalguía femenina de quien pasó por dos partos cesáreas, y mirándolo a los ojos, tuvo que hacer un gran esfuerzo para ver delante de él, la mercadería de exhibición. 

La pasó mejor, según me confesó, con la lencería erótica, un desfile de látigos y vestimenta “sado” pero cuando pasó a los detalles descriptivos de cierto objeto símil anatomía de un tipo, me confesó que el rubor se le instaló en la cara para no abandonarla por mucho tiempo.

El vendedor se explayó ofreciéndole a la vista lo más variados del local: símil piel y gran variedad y oferta de  tamaños, small, estándar y ¡extra large! Ella, sabiéndolo, conociéndome de memoria, y habiendo trascendido el rojo, bordó, y violeta virulento, intentó que yo compartiera algo de esa vergüenza y me eligió de cómplice cuando inquirió, vía celular: ¿a qué no adivinás que tengo en la mano? 

Conclusión: ella la pasó de diez mientras yo trataba de remar con la vergüenza de mi recuerdo, de mi paso por uno de esos lugares y la tentación de risa a causa de los nervios que pasé al estar sola en el sex shop.