Niños de ayer, de hoy y de siempre

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En un certero ataque a la nostalgia, una amiga envió a mi casilla de correos un mail describiendo juguetes, objetos y cosas que se usaban antes, con la intención de que no nos olvidáramos de ellos y además para que pudiéramos mostrarles a nuestros hijos, otra infancia que no es la de ellos, pero que existió y sobrevivió sin la tecnología ni la inmediatez que ofrece todo el mercadeo de la modernidad.

Y así, hacen fila en mi memoria algunos recuerdos: el trompo, el yo-yo, el ticki-tacka, los perros a cuerda que ladraban, la pepona, la muñeca negra, la que habla, la que camina, el bebé que toma la mamadera y que llora sino tiene su chupete, la cocinita de dos hornallas, los Play Movils, y el Topo Gigio.

 

Los “rastis”, con los cuales nuestra inspiración nos convertía en futuras ingenieras o arquitectas, construyendo puentes o fabricando los más lindos edificios y chaletes, de variados colores, un barco o un auto.

 

Mientras recuerdo, medito cómo explicarles a mis hijos que  en esa época en que su mamá era chica, ni siquiera había televisor a color. Existía el viejo y vetusto blanco y negro y que había que ahorrar mucho para poder comprarse uno.  No tres, como tienen ellos. Que sólo había dibujitos una sola vez por día y eran unisex, y cuatro canales de aire que cuando transmitían programas de adultos los niños ni los espiábamos siquiera.  

Que no había aire acondicionado sino ventilador a secas. Que en el baño había cadena, no mochila con botón como ahora. Que los “silvapen” son viejos marcadores que venían en cajitas que nos enloquecían.  Que las tapas de los cuadernos no venían con dibujito de historietas y películas infantiles como ahora, sino que mamá o papá se sentaban con paciencia de santos a envolver el cuaderno con papel azul araña y después a etiquetar, con la misma sacrosanta paciencia, libro por libro. 

 

Que en el colegio había que tomar distancia y que nos decían “firmes” para enseñarnos a pararnos erguidos y que llevábamos portafolios. Que era mala educación interrumpir a un grande cuando hablaba. 

 

Que escuchábamos música en cassettes y veíamos películas, primero en el cine y años más tarde en video casetera.

 

Que la gaseosa se compraba los fines de semana y no todos los días.  Que las papas fritas de paquete, los palitos y los maicitos eran para los cumpleaños, comunión o algún festejo familiar pero que de ninguna manera eran para comida diaria o que se tenía en la alacena comúnmente.

 

Que los horarios para dormir eran sagrados.  Con cuentos o sin cuentos, había que dormir a las 20.00 y siesta los fines de semana.  

 

Que los elásticos y las sogas estaban a la orden del día para las nenas como las bolitas, el trompo, y las figuritas de fútbol para los varones. 

 

Que no había celulares, que el teléfono de línea era un lujo y que por supuesto no había Internet ni la inmediatez del “llame ya” que hay ahora. Que las fotos nunca se revelaban siquiera en una hora, había que esperar.

 

Pero que sin embargo, los niños y niñas de aquel entonces tuvimos una infancia feliz. Y toda esta reseña no es para argumentar ni defender a capa y espada, la postura de que cada tiempo pasado fue mejor.  

 

Tal vez les cuente toda esta simpática perorata, con la esperanza de que sepan que el mundo no deja de girar si se apaga la tecnología. Que es sumamente útil pero más indispensable es abrir la puerta para ir a jugar. 

 Que es hermoso comunicarse virtualmente pero es más lindo verse cara a cara con el otro o escuchar el timbre de su voz que también comunica y nos hace partícipe de sus emociones. 

Que el mundo, con o sin delivery, seguirá andando y rodando. Que toda la tecnología es muy útil si no suplanta otras formas de ser, de estar y comunicarse en este mundo que no es virtual, es tangible y es palpable por nuestros sentidos. Que todo vale para sumar pero nunca para restar o suplantar.