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Sáb, Abr

Una escuela feliz

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El propósito original que la escuela –bajo el formato que conocemos hoy- tuvo en sus inicios, respondía a las necesidades de las flamantes fábricas, proveyendo mano de obra calificada. La escuela era el lugar donde se disciplinaba y se igualaba a los niños. Esto es importante: en esa época dejaron de tener relevancia las aptitudes de cada niño, para estandarizarlos y para que pudieran responder a los requerimientos de las empresas.

 

Han transcurrido 200 años y sin embargo la escuela no ha cambiado demasiado. Por lo tanto, formularé preguntas fastidiosas: ¿La escuela tal como la conocemos hoy, sirve para el despliegue de las habilidades de cada niño contemporáneo? ¿Eso que los niños aprenden en la escuela, es relevante?. ¿Podrían aprenderlo de otra manera o en otros ámbitos? Vale la pena interrogarnos porque la realidad es que los niños no quieren ir a la escuela y esa parece ser una alarma interesante. Abordemos entonces la segunda cuestión: ¿Seríamos capaces de construir una escuela a la que los niños vayan felices? ¿Cómo sería una escuela así? ¿Podemos imaginarla?

Si no podemos soñarla, preguntémosle a los niños qué les gustaría hacer. Ellos saben perfectamente qué necesitan y mantienen la fuerza vital que los lleva siempre a querer descubrir más, saber más, alcanzar metas más altas. Ese anhelo por explorar más allá de nuestro entorno, está inscripto en el diseño original de los seres humanos. Cuando los niños se muestran apáticos o desinteresados sobre ciertos asuntos, es porque eso que pretendemos enseñarles, no tiene ningún sentido para ellos.

Por supuesto, los niños menores de 14 años, querrán jugar casi todo el tiempo. ¡Eso es fantástico! Tenemos asegurada una escuela fenomenal, porque los niños aprenden jugando, tanto como las personas grandes aprendemos dentro del intercambio social o afectivo con otros individuos. Observemos a los niños cuando frecuentan un club al que les encanta ir. Les complace verse con sus amigos y hacer actividades que los cautivan. En esos casos, ponen toda la capacidad y el compromiso para ser los mejores, ya sea en el deporte o en la actividad que hayan elegido. En algunos casos se convertirán en guías o líderes desde la mirada de otros niños, por el empuje y entusiasmo que desplegarán en sus propios dominios.

El temor que compartimos los adultos es que si los niños juegan todo el tiempo, nunca aprenderán matemáticas ni geografía. Pues bien, hasta que no hagamos la prueba, no estaremos seguros. Por el momento, sabemos que los niños que han atravesado las escuelas represivas, tampoco han aprendido matemáticas ni geografía. Sin ir más lejos ¿cuántos de nosotros somos capaces de resolver una raíz cuadrada? ¿Y cuantos de nosotros sabemos cuál es la capital de la Guyana Francesa?

Por supuesto, esta no es una invitación a la ignorancia. Todo lo contario. Es un llamado para pensar con mayor autonomía. Ahora bien, es probable que los adultos necesitemos a los niños para que nos conduzcan de la mano hacia caminos más abiertos, más libres y más auténticos. Nosotros ya estamos inundados de miedos, prejuicios y experiencias traumáticas. En cambio los niños aún son puros y responden al diseño bajo el cual han sido creados. Una escuela feliz con niños felices, no sólo va a permitir un despliegue extraordinario en cada niño sino que, además, va a redimirnos de todo sufrimiento pasado.