Cumplir años involuciona

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Estoy muy feliz de comenzar esta columna en el séptimo aniversario de Concepto de Mujer pero, esta fecha tan importante, me hizo pensar en lo difícil que resulta a veces cumplir años.

 

No es sólo aceptar el paso del tiempo, que es algo tan inevitable que al final terminás aceptándolo como una derrota continua frente a la vida, como cuando aceptás que hay ropa en la cual ya nunca más vas a entrar. Es la forma en que lo festejamos y cómo nos va mostrando que nos ponemos grandes. Y no es sólo porque ya dejamos atrás los boliches y la música estruendosa, sino que se nota desde lo más simple.

Cuando éramos jóvenes la comida era escasa y grasosa como snacks o pizzas mientras que el alcohol era barato y abundante. Y todos tus amigos se iban felices porque la relación era que cuanto más alcohol, mejor la fiesta. De esto me acordaba el año pasado cuando decidí poner cartelitos en la comida que especificaba qué alimentos eran sin sal, aptos para celíacos o deslactosados. Y todos se fueron muy contentos porque habían podido comer sin que sus cuerpos sufrieran demasiado la experiencia. Era como para pegarse un corchazo de champagne importado en cantidades moderadas. Ya me veo en unos años pensando el menú según las limitaciones de las dentaduras postizas.

Mientras en los cumpleaños que añoro mostrabas lo buena amiga que eras porque invitabas a un grupo de chicos lindos, ahora están más que felices si armás una guardería para sus lindos chicos (bueno, a veces no tan lindos).

Antes te despertabas a la mañana siguiente y tu casa tenía olores espantosos, suelos pegajosos y vasos de plástico tirados por todos lados. Parecía que había explotado una bomba en el living. Ahora tus amigas te ayudan a levantar las cosas, te lavan los platos y a la mañana siguiente tenés las sobras en tuppers y envueltas en film. Esto no es vida. ¿Cómo fue que nos convertimos en señoras?

Todavía recuerdo con tristeza el momento letal que fue la bisagra que me llevó del alcohol descontrolado en un tobogán deprimente hasta la comida sin sal. Fue hace poco menos de 10 años cuando en mi cumpleaños puse masitas. Queridas lectoras, una sabe que está grande, cuando en su cumpleaños hay masitas. Es por eso que guardo un rencor secreto contra ellas y que sólo puedo superar comiéndolas (¡es que son tan ricas las muy malvadas!)

Otro tema complicado en estas fechas es el de los regalos. Llega un momento en la pareja en la que ya no esperás grandes gestos románticos. No es por conformismo sino por una cuestión de practicidad. Si me das a elegir no me bajes la luna, mejor lavá los platos. Es por eso que el año pasado, me pareció muy acertado que mi novio me preguntara qué quería de regalo. Decidí que quería una campera de cuero negra que había visto en un local. De hecho fui, me probé la prenda, la dejé reservada y le dí una tarjeta con la dirección al amor de mi vida.

Cuando llegó el gran día me llevó hasta la cocina y con una sonrisa de oreja a oreja me regaló una pochoclera. Les cuento que odio el pochoclo. Mientras yo lo miraba pensando “¿qué hago yo con este idiota?” él balbuceó algo de que se le había ocurrido porque me gusta mucho el cine. “Regalo, tarjeta, campera” respondí mientras me daba vuelta indignada por esa falta terrible que rompía todos los códigos de nuestra pareja. Él me perdonó porque sabía que me pongo insoportable en esas fechas y yo… bueno, me vengué contándole esta historia a quien la quisiera escuchar. Hoy, a escasos meses de mi propio cumpleaños, la vuelvo a sacar del arcón de los resentimientos para recordarle que no lo vuelva a hacer. Si tengo que perder la juventud al menos déjenme mantener las mañas.