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Jue, Mar

Palabras con mamá

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 La casa está ordenada sólo por donde se la ve, el living impecable, las cortinas lucen frescas y una fragancia de alhucemas se cuela por todas partes. Cherie mi gata, duerme en su cesta con moños rosas, hay en el ambiente una calma casi palpable. Es una hermosa tarde tibia de otoño, para disfrutar con mamá, espero ansiosa su llegada como cada vez que intuyo que va a venir a visitarme. El sol que se asoma por detrás de las ventanas, es como una pátina dorada sobre los muebles, que otorga esa sensación natural y única de confortable calidez.

Tengo casi todo listo para servir la merienda, a mamá le gusta el té con una gota de crema, y le encantan las tortas empalagosamente dulces y borrachitas, las masas secas son su debilidad y el imperial ruso la pierde totalmente. Ella nunca ha tenido problemas de peso, su silueta ideal la ha conservado a través de los años. La que debe abstenerse a tanto manjar junto soy yo, que si bien heredé su figura, no puedo salirme de carril.

La veo llegar con su proverbial elegancia, ese charme innato en ella que ha hecho que tantas mujeres la envidien, su beso trae prendido el aroma al Bond Street de Yardley, que siempre ha usado. Su tailleur, quizás, esté un poco demodée, aunque con la moda retro, ya no se sabe muy bien si es viejo o es vintage, pero ella siempre luce glamorosa, esos ojos de color indefinido, grises en los días nublados, casi azules por las mañanas, y violetas al atardecer, con esa mirada tan cálida que me estremece de emoción, porque veo en el fondo de sus ojos, su comprensión y su infinito amor por mí.

Como es mi costumbre hablo y hablo yo, le cuento todo, le pido consejos, lloro por las cosas que me hacen daño, me dan tristeza, o por esa soledad que me invade cuando el bullicio y el stress diario enmudecen en la noche cerrada. Pero creo que, más que nada, lloro porque quiero que me anide en su pecho, como cuando era niña, sentir el calor de su abrazo mullido y tibio, sus caricias, sus mimos y el consuelo de sus palabras dulces y suaves como los copos de azúcar rosa, de mi niñez.

Está oscureciendo y otra taza de té caliente no nos vendrá nada mal, por el contrario, el secreto milenario del sabor del té, favorece el diálogo y le pone calor a nuestro encuentro.

Hay cosas que no me atrevo a contarle a mamá, me parece que aunque ya soy una mujer grande, con historias transcurridas y con incontables mochilas de sucesos en mi vida, hay cosas que le pueden resultar molestas o quizás raras. Ella vivió una vida distinta, era otra época, otros tiempos diferentes.

Se asombra como en cada visita con los  adelantos de la tecnología, ahora lo que atrapa su atención es mi notebook, la pantalla donde siempre hay un artículo a medio escribir, o el diario del día, con sus temibles novedades.

Ella me mira hondamente, y observo su imagen diáfana, las ondas suaves de su cabello rubio entrecano con ese mechón que cae sobre su sien izquierda y juega a enredarse con sus pestañas con rimmel y el color de su rouge, rojo Chanel que ha enmarcado la personalidad de sus labios, siempre.

Mi mirada se detiene en sus manos, tan delicadas e impecables, como palomas  prestas a volar. Esas manos cariñosas que tanto me han mimado, que me han hecho las trenzas incontables veces, que han atado el lazo de mi delantal colegial, que han preparado ese dulce de leche exquisito como no existe otro en el mundo, esas manos adorables, que quisiera tomen mi mano para que nada me pase. Esas manos que quisiera retener entre las mías y no soltarlas nunca.

Le digo si nota que cada vez estoy más parecida a ella, asiente y pregunta: ¿eso te parece bueno o malo? No se mamá - respondo- simplemente es, y me encanta parecerme a vos en algunas fotografías de cuando tenías la edad que yo tengo ahora. Sonríe y me mira desde lo más profundo de su alma, hijita cuánto mas quisiera hacer por vos, pero ya no estoy en condiciones, para algunos trámites.

Ya es de noche, nuestra conversación se desliza por infinitos matices, hablamos de películas, a ella siempre le ha gustado el cine, recuerdo algunas tardes que íbamos a un cine, salíamos de esa función, tomábamos el té en la confitería de la calle Sucre, donde servían esas riquísimas confituras alemanas, y luego entrábamos a otra sala, a ver otra película.

Yo disfrutaba mucho de esos momentos que compartíamos, el gusto por el arte, que ella me enseñó a apreciar, lo divertido de los bombones de licor que chorrean, la tarta galesa, los paseos por las barrancas frente a nuestra casa de Belgrano.

Qué tiempo inolvidable, algunos de esos instantes los tengo retratados e iluminan los rincones de mi casa, menos mal que hubo una Kodak que los dejó atemporales, fijos, para recrearlos y verlos cada día de mi vida.

Como para retenerla unos momentos más, busco en mi memoria qué no le conté y que sé le gustará escuchar, recuerdo que no le conté algo importante para mí, y le cuento que escribí una Carta de Amor inspirada en la época de su romance con papá, que me valió un premio literario. Sonríe enigmática, me gustaría escucharla dice, intento levantarme para ir en su busca, me detienen sus palabras, "pero no ahora hija, es suficiente por hoy".

Mamá decide irse, está cansada. Es hora de regresar me dice, aunque ya en mi vida no hay tiempo, ni horarios que cumplir, pero hay códigos éticos. La situación me hace reír sin ganas, la verdad cada vez que llega el momento de despedirnos no me gusta. Duele.

Recuerdo que tengo un bouquet de violetas, jazmines y no me olvides para ella, intento dárselo, pero me dice que se lo lleve yo, un día de estos.

Roza mi mejilla con la suavidad de la de ella, huele a polvos volátiles de Yardley y me estremezco de emoción, se va, veo su silueta alejarse elegante por la calle, su imagen se desdibuja bajo los faroles de la plazoleta, y ya se pierde de mi vista.

Corro al placard a buscar el sweater gris de angora, su preferido y me lo pongo, siempre será un poco grande para mí, pero mejor, es como un abrazo que me envuelve, y me cobija, como un escudo que me protege de la realidad. Conserva su olor y la levedad de su perfume, es como si mamá siguiera aquí.

Levanto la mesa, una taza de té sigue intacta, sin embargo en la servilleta está la huella de su labial, llevo lentamente la vajilla a la cocina, doblo el mantelito de linón y broderie, que ella había bordado. Lavo y guardo todo, me quedo pensando, no sé si seguir escribiendo ese artículo para el diario, o mejor no, desconecto el teléfono y me voy a dormir ya. Mañana es domingo, quiero levantarme temprano e ir al parque memorial a llevar estas flores a mamá, para que la acompañen en la semana.

Ella siempre estará aquí, ella es y será inolvidable, como su perfume Bond Street de Yardley.