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Jue, Mar

Las mujeres queremos un príncipe azul

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Las mujeres preguntamos: “¿Y el padre, qué tiene que hacer? Porque el papá de mi hijo no hace lo que le corresponde mientras yo, madre abnegada, he dejado mi vida de lado para criar a este niño que -al fin y al cabo- es de ambos”. A partir de ahí, cataratas de quejas y de envidias, el mundo es injusto, las mujeres tenemos iguales derechos y los hombres sí que la pasan bien y son irresponsables.

Pues bien, en primer lugar tendremos que observar escenarios completos. Si las mujeres pretendemos un hombre maduro, responsable, abierto, generoso, disponible y atento a cualquier necesidad ajena, como mínimo va a buscar una mujer con un nivel similar de madurez emocional. Ahora bien ¿Somos esa mujer? Porque lo que se va a plasmar en casa en presencia del niño va a ser análogo a lo que hemos construido juntos, antes del nacimiento del hijo en común. Por lo tanto, aquello que podamos pensar respecto a lo que el varón hace o deja de hacer, será en función de las biografías humanas de cada miembro de la pareja y en los acuerdos tácitos que hemos sido capaces de organizar desde que estamos juntos.

Si nos hemos emparejado porque el varón era divertido, teníamos buena química, había atracción sexual y decidimos casarnos, muy bien. Está perfecto. Pero cuando el niño llore por las noches, la atracción sexual haya quedado en el olvido y el cansancio no sea ninguna broma, no podremos pretender que el señor que vuelve todas las noches a casa se convierta por arte de magia en alguien que no es. Y para colmo, que encuentre en su propio hogar a una señora desquiciada, para nada divertida, malhumorada, pretenciosa, amenazante y con un libro bajo el brazo que indica qué tiene que hacer “él” para convertirse en un padre como a nosotras nos gustaría.
 
Si nos hemos emparejado con un hombre-niño sometido a los deseos de su propia madre, que también se somete sin chistar a nuestras decisiones -entre ellas la de haber engendrado un hijo- y que nos permite manejarnos con libertad en todas las áreas de nuestra vida, es lógico que con el niño en casa y harto de ser humillado, menospreciado y mandoneado; se enferme, se deprima o se quiera ir de casa a pesar de nuestras denuncias hirientes de haberse convertido en el peor padre que pueda existir.
 
¿Qué hacer? En primer lugar, comprender que hemos armado una familia, pero que la familia en sí misma no es garantía de amor ni de comprensión. La llegada de los hijos puede haber sido deseada, pero si no hemos conversado honestamente sobre lo que cada uno puede ofrecer a favor del otro, la rutina puede ser muy dura de sobrellevar. Además, tendremos que sincerarnos y darnos cuenta que en nombre del amor, pretendemos sostener un sistema de familia donde deberíamos amarnos, pero en verdad estamos agotados de rabia y desencanto. Aumentamos las exigencias hacia nuestro/a partenaire, suponiendo que una sola persona debería colmar la inmensidad de agujeros afectivos que arrastramos desde tiempos remotos. También creemos que los cuidados y la atención que los niños requieren, deberían ser cubiertos por nuestra pareja dentro de las modalidades que hemos fantaseado que son las correctas. En verdad todo esto es un gran malentendido. Porque pretendemos sostener una familia en función de una ilusión colectiva

Ahora bien, es verdad que las madres con niños pequeños necesitamos sostén, acompañamiento, solidaridad, comprensión y resguardo. Llamativamente suponemos entonces que toda la compañía, el cobijo, la ayuda, la disponibilidad y la empatía debería provenir de una sola persona: el padre del niño.

Tomemos en cuenta que una cosa es la inmensa necesidad de ser amparadas frente a la desesperación, la locura y las vivencias confusas que estamos experimentando desde el nacimiento de nuestros hijos, y otra es lo que un solo individuo puede ofrecer, reemplazando los roles de muchos.